“Primum gemitu”.



Si estuviéramos hablando de un hábito que yo mismo hubiera adquirido por iniciativa propia, tendría que admitir que se trata de una costumbre muy poco elegante y, en ciertos aspectos, hasta reprensible. Pero…, como se trata de algo que se manifiesta en mí de forma espontánea; y no emana de un instinto morboso ni busca entrometerse; prefiero pensar que se trata de un desapasionado aprovechamiento que, de vez en cuando, tiendo a hacer de determinadas coincidencias. Mejor os lo explico con un ejemplo reciente.

Hacen algunos días, en uno de mis habituales desplazamientos por carretera, me detuve a comer en uno de esos restaurantes que salpican ocasionalmente los márgenes de la calzada. Como en aquella ocasión no viajaba acompañado, y el establecimiento no puede decirse que estuviera demasiado concurrido, mientras daba buena cuenta de mi menú, en un momento dado, comencé a ir quedándome con algunos retazos de las conversaciones que se iban gestando a mi alrededor.


Hubo una en concreto que me absorbió de tal manera que llegué a sentirme algo violento por dejarme llevar tan desenfadadamente por una curiosidad abiertamente flagrante y desacomplejada. A tres mesas de la que yo estaba ocupando, cinco caballeros charlaban muy animadamente. Deduje por su aspecto, y las maneras que revelaban, que aquellos señores debían de cultivar inquietudes dominantes; aunque, si albergaba alguna duda en ese sentido, no tuve que esperar demasiado para ver como tales inclinaciones se aireaban sin ningún tipo de cortapisa.

El más achispado del grupo; comenzó a presumir de los encantos y devotas observancias que su pupila tenían a bien ofrecerle y, uno tras otro, se fueron sumando al carro de aquella súbita iniciativa mientras se ufanaban describiendo y comparando el grado de sacrificio y entereza que eran capaces de mostrar sus respectivas servidoras, y como; ante tales muestras de depravado estoicismo; sentían crecer su orgullo como dignos poseedores de unas criaturas tan obsequiosas. Todos, en mayor o menor medida, fueron enumerando en qué consistían (siempre según su criterio) aquellas virtudes, apoyando su testimonio en el recuerdo de las escenas vividas, sin omitir el más mínimo detalle.

Llegado el momento en que él último de ellos debía iniciar su turno en aquella suerte de disertación informal, se quedó observando a sus compañeros durante un rato antes de decidirse a romper el silencio y despejar, con ello, la intriga que había generado.

- Todo eso está muy bien, - apunto mientras asentía con la cabeza. – pero creo que os habéis olvidado de uno de los placeres más sublimes que una mujer tiene la capacidad de entregarle a un hombre.

- ¿Ah sí? ¿A cuál te refieres? – interpeló, precisamente, quien había dado comienzo a todo aquel debate.

- Me refiero al “primum gemitu”.

- ¿¡Al qué…!? – exclamaron los demás prácticamente al unísono.

- Vamos chicos… - protestó visiblemente sorprendido. - ¿En serio?

Las únicas respuestas que fue capaz de obtener se expresaron a través de caras de circunstancia y encogimiento de hombros.

- No me puedo creer lo que estoy viendo. ¿De verdad me estáis diciendo que no prestáis atención a uno de los paradigmas del deleite más básico que existe?

- ¡¡¡Venga!!! – explotó uno de ellos visiblemente azuzado por la curiosidad. – Deja ya de vacilarnos y dinos de una vez qué es eso tan “elemental”  que al resto se nos escapa.

- Está bien, pero conste que me sorprende que ninguno de vosotros lo haya mencionado.

- ¿¡Vas a decirlo o no!?

Sabiéndose el centro de atención, alargó aún más la expectación de sus compañeros forzando una pausa que aprovecho para escrutar el rostro de cada uno de ellos. Adoptó un ademán digno y, seguidamente, les confesó:


-  Para mí, una de las situaciones que más gozo me generan es el instante justo en que una dama se pone en mis manos. El momento en que se abandona y me hace depositario de toda su confianza. Esos segundos en los que su sexo se ve obligado a hacerle un hueco al mío, la apretura creciente y determinada de mi glande abriéndose paso en su interior, ocupándola, invadiéndola, explorándola. Y…, como un reflejo sonoro de todo cuanto acontece para sus adentros, ese primer gemido; mezcla de agrado y aprieto; que brota de su boca y que se corresponde, con exactitud milimétrica, al relato que se gesta entre sus piernas. Un arranque agudo e intenso; continuado; que se va diluyendo para transformarse en algo muy similar a un ronroneo. Hasta que…, por último, alcanzado el tope definido por sus carnes, se extingue tras haberse expelido todo el aire contenido en sus pulmones. Es entonces cuando vuelve a tomar aliento y comienza;  ahora sí oficialmente; un nuevo acto de amor. Eso, ni más ni menos, es lo que significa para mí “primum gemitu”.



Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares