Se hace camino al andar.




Cuando se tiene la oportunidad, viajar siempre suele ser una opción bastante recomendable. No sólo nos sirve para aparcar momentáneamente nuestras -casi siempre- pesadas rutinas y desprendernos de una importante cantidad de esa contraproducente toxicidad que vamos acumulando en nuestras mochilas vitales; además, en muchos casos, contribuye a expandir nuestras mentes al ofrecernos realidades con un enfoque diferente, sugiriendo líneas de actuación alternativas que; mientras permanecemos embotados bajo la narcótica influencia de hábitos repetitivos; no somos capaces de vislumbrar.

Pero, en ocasiones, la experiencia del viajero va, incluso, más allá. A pesar del apego que podamos  sentir por nuestros lugares de origen, por muy fuertes que sean los lazos que nos unan a nuestra tierra natal, pueden llegar a confluir un cúmulo de circunstancias que nos desvelan cual es nuestro verdadero lugar en el mundo, circunstancias, estas, que sitúan ante nuestros ojos la clara e inequívoca evidencia de encontrarnos perfectamente ubicados en el lugar y momento precisos.

Cuando esto sucede, llegamos a alcanzar una especie de liberación. Las ataduras que, otrora, nos retenían, enérgicamente aferrados e inoperantes, se desvanecen con vaporosa facilidad incapaces de abarcar los nuevos horizontes que se abren ante nosotros.




Esa fue la sensación que yo mismo experimenté en el preciso instante en que hollé por primera vez el suelo qarpadio. Y…, conforme va pasando el tiempo, esa sensación; lejos de desaparecer; cada vez va cobrando mayor fuerza.

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