Vaticinio.
Suena el anuncio como
el trueno lejano que precede a la tormenta, diluido aún por la distancia aunque
igualmente conciso. Todos alcanzan a escucharlo pero no todos lo perciben del
mismo modo. Su rugido se expande sin cortapisas a través de un cielo sólido,
sin doblegarse ante nada que no sea la más pura física elemental.
No contamos con
recursos capaces de acallar ese estruendo clamoroso que se abre paso sin preocuparse
lo más mínimo por nuestras insignificantes controversias ni advertir, tan
siquiera, nuestra modesta presencia. A lo sumo, podemos intentar mitigar algo
su bramido cubriendo nuestros oídos con las manos, buscando un refugio donde
guarecernos hasta que haya dado por concluido su discurso o -si no quedase otro
remedio- aguantando estoicamente la violencia de su furia desatada, pues dirá
lo que tenga que decir sin ofrecer turno de réplica, sin atender a nuestras
súplicas ni escuchar nuestras protestas.
Es el momento de
prestar atención, de rendirse al mensaje y extraer su enseñanza. Todos nuestros
sentidos reconocen la evidencia aunque a nuestra mente; a veces; le cueste
aceptarlo.
Llegó el momento -ese
instante preciso que no admite más demora- en el que toda esa lluvia
sobrevenida se convertirá en un torrente impetuoso que habrá de llevarse
consigo todo lo que no esté vigorosamente afianzado. Es la verdad que se aproxima;
sin argucias, sin pretextos, sin rendir cuentas a nadie; encarnación de una
honestidad brutal y sin ambages que viene cargada de obviedades olvidadas.
Ya llega, ¿la oís? No
la neguéis…, sacadle partido.
Comentarios
Publicar un comentario