Dulces exilios.



De forma más bien distraída,
observo las evoluciones de un mundo
que cada vez comprendo menos.

Mi mirada apenas se posa
sobre la sucesión de absurdos
que se van superponiendo
como capas de sedimento.

Me cuesta fijar la atención
sobre cuestiones tan triviales
y..., sí, lo reconozco:
me importa más bien poco
el devenir de tales asuntos.

Me cogen ya muy mayor
como para que me atraiga ese juego
de vanidades mal camufladas
simulando principios profundos.

Jamás he sido de perseguir
aprobaciones ajenas
ni aplausos superlativos,
si bien, no voy a negarlo,
aspiro a que, justamente,
se reconozcan mis méritos.

Como si tal cosa,
cansado ya del inútil esfuerzo
que pobló mis días pasados,
tan sólo busco la calma
de un instante compartido.

Quien me acompaña lo sabe
y se aferra a la esperanza
de cultivar los encantos
que enmascara lo prohibido,
lejos..., muy lejos, del plano
por donde discurre lo frecuente.

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