Al otro lado.

 


Actuar sin tener en cuenta las consecuencias de nuestros actos no suele resultar una política demasiado prudente. Algunos de los límites que se trazan en nuestro contexto social tienen una clara razón de ser: servirnos de salvaguarda tanto a nivel individual como colectivo. Pero pasarse de vueltas imponiendo restricciones también termina convirtiéndose en una práctica contraproducente. Un exceso  normativo contribuye a la desorientación (que..., curiosamente, es el efecto contrario al que se espera obtener mediante su uso) y facilita la aparición de argumentos interpretativos que suelen desvirtuar la esencia y el sentido del propio reglamento.

Una de las secuelas (y no es la única) que aparece cuando nuestras herramientas de regulación se ven adulteradas de ese modo es la proliferación de locuaces demagogos que retuercen las normas en su propio beneficio hasta hacerlas prácticamente irreconocibles. Para evitar llegar a esa dinámica de juicios indescifrables, en Qarpadia, comparativamente, hay muy pocas normas. Normas claras, bien definidas y..., a todas luces, inapelables. Todo lo demás queda en manos del buen criterio personal (favorecido, sin duda, por la interiorizada conciencia meritocrática mediante la cual se rige esta sociedad).

Queda claro que determinadas líneas nunca deben cruzarse. Pero hay otras, la inmensa mayoria, que son puro artificio y únicamente se manifiestan como elementos discriminatorios disfrazados de empatía. Estas últimas son, tal vez, el ejemplo más claro de obstáculo fingido, tan innecesario e irrelevante que franquearlo no sólo ha de considerarse como un derecho sino, más bien, como una obligación.

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