Sin adhesiones de género.
A lo largo y ancho del autodenominado primer mundo, durante los últimos años, se ha procedido a reescribir muchos conceptos que, durante largo tiempo, habían estado dando la impresión de ser inamovibles.
Bien está reconocer la idoneidad de adaptar aquellos usos ancestrales que se hayan quedado desfasados a las condiciociones y necesidades del momento; como también es necesario admitir los errores que hubieran podido cometer nuestros antepasados y que, aún a fuerza de haber sido repetidos hasta la saciedad, en modo alguno se debe de pensar que eso les confiere ninguna clase de legitimidad desde un punto de vista ético.
No obstante, quienes se dejan llevar por un excesivo ímpetu revisionista tienden a focalizar sus reproches sobre individuos que nada tienen que ver con posibles afrentas pasadas.
Por si estoy fuera poco, muchas veces, basan gran parte de su argumentario sobre premisas que resulan ser erróneas y cuyos postulados no tienen en cuenta ni el conjunto de las bases históricas ni todas las variables de las circunstancias actuales.
Sirva como ejemplo el contexto de reestructuración en las relaciones de género que ya lleva algunos años tratando de imponerse desde ciertos sectores de la sociedad; digámosle; occidental. Desde la creencia de que son los varones los que se aprovechan, en todo momento, de una artificiosa y forzada preponderancia sobre el género femenino, se desliza la idea de que ninguna mujer sería capaz de ejercer nunca esa clase de tratamiento, de carácter más bien opresivo, sobre ninguno de sus congéneres (y menos aún sobre ninguna de sus supuestas compañeras de fatigas).
Pues bien, en nuestra ciudad; pero sobre todo el las remotas tierras situadas al norte de la nación invisible, donde son las féminas quienes determinan sus propias jerarquías; encontramos sobrados ejemplos que ponen en entredicho la impostada solidaridad que, desde ciertos ámbitos, se pretende vender.
No es que se busque ensalzar la crueldad como una forma legítima de sobresalir sobre el resto. Sencillamente es un modo de dejar patente que las elecciones personales difieren, y mucho, en función al carácter de cada cual y que el mejor modo de alcanzar cierto entendimiento en la convivencia pasa por buscar un método para que esas preferencias dispares encuentre un modo de complementarse.
En definitiva: nada tiene porqué estar sujeto a unos usos determinados ni a ninguna norma preestablecida, con la salvedad, claro está, de que siempre; sin ningún tipo de argucia que desvirtue el firme e irrenunciable propósito de llegar a materializar cierta clase de equilibrio compartido; habrá de existir un claro e inequívoco consenso entre las partes. Cualquier otra cosa sería atentar contra la capacidad de libre elección a la que todos tenemos derecho.
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