La distorsión del reflejo.

 


Con frecuencia, tendemos a olvidar que aquello que percibimos no tiene porqué ceñirse a pies juntillas a lo que, de manera indiscutible, se puede definir como realidad. Todo cuanto nos llega; casi con toda seguridad; se nos terminará presentando revestido de cierto aura de subjetividad.

Es bien sabido que..., como individuos, tendemos a mostrar a los demás aquellas partes de nosotros mismos que consideramos más favorecedoras. Exponemos nuestras bondades (aunque no siempre puedan considerarse como virtudes), y enmascaramos o pasamos de puntillas sobre nuestros defectos, con el objeto de causar la mejor impresión posible. Esto, que no puede calificarse como un embuste en el sentido literal de la palabra, tampoco es que se ajuste del todo a la verdad y..., si además tenemos en cuenta el actual ámbito de narrativas a la carta y efectos digitales a los que casi nada parece escaparse, lo cierto es que no deberíamos de tomar como indicios fehacientes los interesantes e interesados atisbos que se nos brindan en primera instancia.

Por otro lado, por mucho que intentemos ofrecer una imagen lo más fidedigna posible de cómo somos en realidad, desde el punto de vista del observador, siempre saltarán a la palestra determinados sesgos y opiniones preconcebidas que se ocuparán de distorsionar, en mayor o menor grado, el carácter intrínseco que define la genuina identidad de quien está siendo observado.

Ahora bien. A los moradores de nuestra ciudad; acostumbrados como están a sacarle partido a casi todo; les gusta jugar con esa suerte de incertidumbre perceptiva mientras cultivan también ese lado ficticio que, a veces, nos construimos o se nos atribuye. Eso sí: dejando claro que cualquier parecido con la realidad..., probablemente, tan sólo se trate de una mera coincidencia.

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