El estigma del don.

 


El tiempo, en su metódico curso,
fija en nosotros sus marcas;
a veces de forma casi imperceptible;
en ocasiones, ostensiblemente claras.

Pueden ser marcas infligidas,
resultado de una elección
o determidas por nacimiento.
Pueden sumar o restar,
abrir puertas o cerrarlas,
pero, una vez quedan impresas,
se tornarán indelebles.

El talento es una de ellas
y, aunque a priori se interprete
como un signo de ventaja,
suele ser fuente de envidias,
asperezas y desplantes
entre aquellos que carecen
de esas agudas destrezas.

Quién sí la tiene, descubre
que su virtud es un freno
que dificulta el avance
y relega a quien la porta
a ultrajantes exclusiones.

Deberían valorarlo
pero lo revisten de deshonra
mientras fian sus esfuerzos 
a encubrir su inoperancia.

Y, entre tanto, quien lo obstenta,
lejos de avergonzarse,
deberían alardearlo
como "marca" de prestigio.

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