Cortejando con la irreverencia.

 

El otoño, para mí, siempre se ha manifestado como una época repleta de alicientes. No obstante, desde que tuve la fortuna de recalar a los ignotos territorios de la nación invisible, todos los años aguardo su llegada con verdadero entusiasmo cuando sé que podré pasar algunos días instalado en "la ciudad tras el sol". Anhelo, con genuino deleite, el momento en que caiga la noche para perderme por entre las callejuelas del Váteli, recorrer algunos de sus sinuosos y enrevesados recovecos hasta dar con un lugar adecuado a mis contenidas nostalgias. 

Me encanta zambullirme en lo que, bajo mi particular prisma sensitivo, constituye un reflejo fidedigno de instantes pretéritos y, bajo esta premisa retrospectiva, desprenderme de muchos de los prejuicios y condicionamientos adquiridos con los años. Retomar cierto "estado de gracia" que ya creía perdido mientras, de un modo sorprendentemente fluido, me nutro de ese carácter desenfadado y, a su manera, pragmático, que con tanta espontaneidad se evidencia en esta concreta ubicación.

Me empapo con la música que fluye desde los locales atestados de gente; con el murmullo sordo que se forma por la acumulación exponencial de charlas divertidas, descaradas y..., casi siempre, intrascendentes; con ese olor peculiar (a veces, incluso, demasiado punzante) mezcla de humo, sudor y brebajes dispares.

Y..., una vez alcanzado ese asequible y desprendido objetivo, situado en pleno centro de esa jungla de acero, ladrillo y neón, mimetizado entre la fauna autóctona sin que mi presencia resulte más relevante de lo que pudiera serlo la de cualquier otro, escoger al azar entre todas esas almas una, una a la que observar desde mi privilegiado anonimato mientras intrepreto sus gestos, descifro sus emociones y espero a que, con suerte..., nuestras miradas se crucen y conectar, por un breve y efímero instante, sin otra pretensión que establecer ese fugaz retazo de complicidad que pase desapercibido para el resto.


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