Langidez con encanto.


Llegan días nublados de amaneceres pererezosos y tardes de imprevisible desenlace. Tiempo de largos e introspectivos paseos con olor a tierra empapada, musgo y  hojas marchitas, de cielos grisáceos y nieblas pertinaces, de atmósferas opacas y luces menguantes. Pueden, estos,  ser momentos idóneos para invocar a un tipo muy específico de inspiración taciturna, decadente y sombría, cualidades en las que..., precisamente, reside su encanto.

El nuevo periodo deja de lado las bonancibles propiedades que el pasado reciente nos brindaba de manera desprendida. Ahora toca proveerse uno mismo y crear y mantener a punto nuestros propios espacios de refugio y salvaguarda. Pero..., ¿sabéis qué? En cierta forma, lo prefiero. No está bien menospreciar aquello que se nos ofrece sin ánimo alguno de restitución, si bien (y hablo por mí), lo que se obtiene a través del propio esfuerzo, suele presentarse revestido de un encanto muy particular.

No suele ser inmediato; por lo que no resulta del gusto de aquellos que sucumben fácilmente a la impaciencia. Ahora bien, lo elaborado con calma siempre cuenta con más probabilidades de ajustarse a nuestro gusto que aquello que se nos presenta de improviso.

Y es por eso que, entre todo aquello que se puede ir construyendo en la intimidad de nuestros oportunos y bien escogidos refugios, siempre quedará algo de tiempo para ir desarrollando con calma y buen tino, como no podría ser de otro modo, alguna que otra técnica de orden amatorio.



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